Sólo le faltó una Europa League, arrebatada por el Sevilla en la final, para llegar a la cumbre de todos los ochomiles futbolísticos que trató de escalar. Alzó la Champions, la Copa inglesa, dos veces la Copa de la Liga, ganó la Supercopa inglesa y la europea, celebró en lo más crudo de la pandemia la primera Premier del Liverpool, su única liga en 34 años, y se llevó, en fin, el Mundial de clubs. Jürgen Klopp (Stuttgart, 1967) se va de Anfield después de casi nueve años en los que rescató al equipo de la atonía y lo llevó de regreso a la élite mundial. Lo hizo además con una carga sentimental que le sitúa en el altar de los grandes mitos de un club legendario. Cuando Klopp dice que nada hubiera sido posible sin la energía que le inyectaba la grada al equipo no formula una frase hecha rescatada de la amplia galería de lugares comunes futboleros sino que alude a un propósito y una consecuencia. “Hiciste feliz a la gente”, le despidió en una entrevista difundida por el club la periodista Kelly Cates, hija de la leyenda King Kenny Dalglish. “Ese era el plan”, le replicó Klopp, que se sintió incómodo cuando al que el departamento de prensa del Liverpool le llevó esta semana a Anfield para posar ante un estadio vacío. “Me encanta Anfield, pero cuando está lleno, cuando suena como un cohete”. El tiempo ha atemperado algo a Klopp, que era mucho más trash cuando llegó a la Premier. Entonces reivindicó su estilo con una carta de presentación. “Me encanta lo que proponen técnicos como Arsene Wenger, pero a él le gusta tener la pelota. Su equipo es como una orquesta, pero ese no es mi deporte. No quiero ganar con el ochenta por ciento de la posesión. Yo celebro cuando presionamos y el rival envía la pelota fuera, A mí me gusta el heavy metal”. Fue el preludio de un maravilloso antagonismo frente a Pep Guardiola y su Manchester City.