Es media mañana en Melbourne y Carlos Alcaraz habla en modo zen, de forma pausada, llamativamente relajado el murciano, como si se hubiera tomado una tila —todo hace falta para combatir el cambio horario— y lo que le rodea estuviera en un perfecto equilibrio antes de este asalto que se avecina y toma ya cuerpo al Open de Australia, la única gran muesca que le falta en el revólver tras coleccionar Roland Garros, Wimbledon y el US Open. Habla Alcaraz de fluir en la pista, de esa sensación única de flotar, de saber que intente lo que intente le va a salir y de que la pelota se dirija estrictamente adonde se le dicta. La plenitud del tenista, en resumidas cuentas.

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