Escribió Javier Marías –tres mil veces citado– que el fútbol es “la recuperación semanal de la infancia”. Traduzcamos: La ilusión prístina. La pasión despreocupada. El analgésico de los recuerdos. El asidero de las rutinas. El disparadero de sueños. El dulce rumor que ensordina los juegos de la edad tardía: hipotecas, hijos, horarios. El fútbol, así entendido, sería un refugio sentimental. Nostalgia de garrafón con un líquido amniótico de rápida evaporación: querer querer. Esa voluntad postiza y forzada que dura tan poco. Quizá un par de horas. Después se esfuma, como todo lo falso.

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