Carlos Alcaraz estruja el puño y celebra con rabia porque, efectivamente, este triunfo contra Sebastian Korda (6-4, 7-6(5) y 6-3, tras 2h 39m) vale un potosí. No han sido nada fáciles los dos últimos meses en los que el dolor, primero, y el miedo después han lastrado sobremanera al tenista murciano, que ha competido poco, contra natura —brazo aprisionado, con el freno de mano— y temiendo que la musculatura pudiera jugarle una mala pasada y le privase del siempre goloso Roland Garros, tras los descartes de Montecarlo, Barcelona y Roma. Lo físico, explica, ha derivado en lo mental. Si el año pasado desembarcó en el Bois de Boulonge a lomos de un Concorde, actualmente libra una doble batalla durante los partidos: una contra el rival, y la otra contra ese diablillo que se le ha recostado cómodamente sobre un hombro y le susurra al oído una y otra vez que tenga cuidado, que no apriete, que no fuerce y que controle, porque en algún instante podría romperse. ¡Al diablo con el diablo!

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