Fue Víctor Font, segundo en la última carrera electoral a la presidencia del Barça, el que dijo aquello de que Joan Laporta había dejado de ser laportista. Y puede que no le falte razón, a tenor de todo lo ocurrido desde su regreso triunfal al palco del Camp Nou y posterior traslado a Montjuïc por aquello de convertir lo viejo en nuevo. Era una obra necesaria que la anterior junta directiva fue aplazando sine die mientras el vetusto estadio se caía a pedazos, los excrementos de paloma se vertían desde las vigas a las planchas para cocinar de algunos puntos de venta de bocadillos, y la dirección deportiva se gastaba los millones a cientos en fichar a futbolistas de rendimiento casi nulo. Tan solo los traspasos de Griezmann, Coutinho y Dembélé supusieron un desembolso de unos 500 millones de euros, la tercera parte del coste presupuestado para el nuevo templo.

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