El 24 de agosto todos los aficionados al ciclismo quieren ser Pablo Torres, sentir lo que siente el ciclista, un chaval que aún no ha cumplido los 19 que asciende como en trance, puro flow, flotando en los Alpes, el colle delle Finestre, un camino descarnado, interminable y vertical. Delante de él, el misterio, los caminos de la montaña que se abren a su paso acelerado, detrás, nada; un poco más atrás, el pelotón desperdigado del Tour del Porvenir, que sufre mientras él goza. “Disfruté, sí, disfruté. Cuando vi que me iba solo, me empecé a motivar. Yo creo que si no hubiera ido el primero no lo habría subido tan rápido, porque al final cuando vas ahí el primero te da más fuerza para ir disfrutando, y en los últimos kilómetros iba dándolo todo, pero yo no notaba el dolor de piernas. Iba como en una nube”, explica Torres un mes después, sentado en un banco del parque de la Vicalvarada, a cuatro pasos de su casa, en el barrio madrileño de Vicálvaro. “Era una subida muy larga [18,5 kilómetros al 9,16%, hasta 2.178 metros], de una hora de ascensión y se me pasó muy rápido. Se me hizo como 20 minutos, algo así”.