Un alpinista puede olvidar muchos detalles de una ascensión, pero siempre retiene en algún rincón de su mente aquellos momentos en los que apostó de verdad y lo que estaba en juego no era otra cosa que su vida. El verdadero freno de un alpinista no es su motor, ni siquiera su técnica, sino su capacidad de responder con criterio a una pregunta de aspecto tan inocente como de enorme calado: ¿voy o no voy? Si la respuesta es negativa, solo cabe la retirada. Si la respuesta es positiva, toca abrazar y lidiar con un compromiso que, mal gestionado, acabará en desgracia. Kilian Jornet (Sabadell, 36 años) describe con voz serena y al teléfono su llegada a la cima del Weisshorn, uno de los 82 cuatromiles que acaba de escalar en apenas 19 días: puede recordar sin esfuerzo la alegría del momento, su belleza, con el sol escapándose en el horizonte y la soledad como compañía perfecta. Pero, como si tratase de exorcizar algo que lleva dentro y le reconcome, el catalán salta de golpe a la travesía entre la cima de la Aiguille Verte y la de las Droites, dos de las más icónicas del macizo del Mont Blanc. Allí, siguiendo un filo de roca podrida y sin cohesión, ni hielo ni nieve para formar un todo estable, el alpinista catalán entendió que estaba exponiéndose mucho: “Es algo a lo que le estoy dando muchas vueltas estos días, de regreso a mi casa de Noruega. Las condiciones del terreno eran tan pésimas que hacían que el lugar resultase muy expuesto y peligroso. Decidí ir, pero ahora debo pensar si hice o no lo correcto”, reflexiona.

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