Mi padre no es el mismo desde que salí del hospital: duerme poco, come mal y se pasa el día entero mirando la pantalla del teléfono con cara de extrañado, como si no entendiese lo que lee o no terminara de encontrar respuesta a sus preguntas. A veces, me lo imagino entrando en chats médicos para espantarse los miedos o, peor todavía, buscando el calor de algún confesor espontáneo en Facebook, como aquel cura angoleño que se escribía con mi abuela y ahora nos llama el último domingo de cada mes, a cobro revertido, para saber qué tal llevamos la ausencia.

Seguir leyendo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *