Hay columnistas que, en el breve espacio del que disponen, consiguen llevar de la mano a sus lectores. Les proponen un breve pacto para que compartan con ellos un relato que dura apenas unos minutos, pero que los llevará hacia la reconfortante sensación de estar pisando un territorio conocido, de sentirse como en casa. Un recorrido que puede acercarse —sutil y en apariencia inocuamente— al resbaladizo terreno de las emociones. Como si se bebieran un refrescante vaso de agua que, en realidad, era mucho más. Para cuando se quieren dar cuenta, ya lo han ingerido. Y, con él, una dosis de alegría, melancolía o empatía. Hay columnistas que logran todo eso y mucho más —carcajadas, por ejemplo— entre sus lectores. Enrique Ballester es uno de esos columnistas.