Bahamontes, un manazas que medía a la gente por el tamaño de sus zarpas al estrechárselas mirándoles a los ojos, y cuanto más grandes, mejor deportista, decía, adoraría a Mondo Duplantis, que choca su mano afable, grande, con fuerza, para presentarse, ojos como almendras risueñas. “Hola, soy Mondo”. Y después, esas mismas manotas que agarran con fuerza pértigas fabulosas antes de clavarlas y doblarlas como nadie más puede hacerlo, manejan rápidas y hábiles los palillos en una comida japonesa a la que le invita en Mónaco Sebastian Coe, presidente de World Athletics. Lo hace con la misma precisión y agilidad con que el niño Wolfgang Amadeus hacía bailar sus dedos sobre las teclas del clavecín, y no en vano muchos le dicen al sueco que es el Mozart de la pértiga. Al día siguiente, caballeroso a la antigua, los mismos dedos pellizcan suavemente el tul ilusión del vestido largo de su chica, la modelo sueca Desiré Inglander (“mi futura mujer”), para levantarlo lo justo para que su cola, una nube, no barra el suelo brillante de la gran sala del Yacht Club de Mónaco. Allí, en cena de gala, el príncipe Alberto le ha entregado el trofeo a mejor atleta mundial del año, uno más. Duplantis hace todo eso y no deja de ser un camaleón que lo mismo recuerda al Mozart de sonrisa cristalina y cargante de Amadeus, que a un Principito sin apenas cuello de inagotable e ingenua curiosidad en las nubes, que al relajado y enamoradizo Timothée Chalamet, despreocupado, antes de hacerse empolvado guerrero feroz cabalgando sobre gusanos. Le bautizaron Armand, pero para el mundo, y para él mismo, es Mondo. “El mejor amigo de mi padre es de Sicilia y empezó a llamarme Mondo cuando tenía cuatro años como forma cariñosa de decir Armando”, explica. “Sé que significa mundo en italiano y me gusta mucho. Conecta con mi forma de ser”. El niño prodigio que el Día de Acción de Gracias regresa a su casa en Lafayette (Luisiana, Estados Unidos) y vuelve a saltar en la instalación que su padre y entrenador, Greg, también pertiguista, construyó en el patio trasero para que se entrenara diariamente. “Fue un momento realmente especial. No había usado la instalación en 10 años por lo menos y sentí que era el momento de volver a ponerlo en marcha”, dice el atleta, que nació en 1999 en Lafayette de padre estadounidense y madre sueca y eligió competir por el país escandinavo. “Estaba inquieto, necesitaba volver a sentirme casi como un niño y simplemente jugar. Mi abuelo se asustó, se oponía rotundamente, pero tengo la suficiente confianza en mis saltos como para saber que puedo hacerlo”.

