La Federación Española de Fútbol expresó hace unos días su pésame por la muerte del murciano Ángel Franco Martínez, al que Alfredo Relaño descibe como el gran árbitro español de su época. Llegó a pitar dos partidos del Mundial de 1978 y es el culpable de que llamemos a sus colegas por los dos apellidos, el paterno y el materno. En plena dictadura, Franco no podía equivocarse, salir escoltado de un estadio, estorbar o robar. Ni en los titulares, ni en las gradas, ni en las retransmisiones deportivas. Franco solo podía haber uno y tenía que ser infalible. Así que Ángel pasó a ser Franco Martínez y, por si las moscas, nunca le convocaron para arbitrar la final de la Copa del Generalísimo -hoy del Rey- mientras el otro Franco estuvo vivo. En diciembre de 1970, en una curiosa intervención del nacionalcatolicismo sobre el deporte, el árbitro del nombre equivocado fue citado en el piso del canónigo de la catedral de Murcia, donde le esperaba también el secretario personal del ministro de Gobernación, Garicano Goñi. Como no las tenía todas consigo, acudió con escolta, el presidente de su colegio, Manolo Cerezuela. Allí le explicaron que tenía que ponerse enfermo para no pitar el derbi vasco. “El ambiente estaba muy revuelto por el juicio de Burgos y esperaban montar una zapatiesta en torno a mi apellido”, relató el propio Franco, quien, como le habían ordenado, al día siguiente se lesionó entrenando. No contó la verdad ni a su mujer hasta años después. Paralelamente, los periódicos también recibieron la indicación – la dictadura no hacía sugerencias- de citar siempre a los árbitros por los dos apellidos. Y así se quedó.

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